miércoles, 13 de octubre de 2010

CUENTO HONDUREÑO 3.- LA VENGANZA Y LA VIOLENCIA

LA VENGANZA

1.
Dicen que la vergüenza es la herencia más nefasta de cada una de las conquistas. En Honduras hay algunos indios que advierten a los blancos que se les acercan que pueden contagiarse de su fealdad. Otros se avergüenzan tanto de hablar indígena que lo olvidan y sólo recuerdan el español. O incluso sólo se educan en inglés para hablar como el gringo. Algunos querrían ser turcos o judíos, que son los de las grandes mansiones de la costa norte. O coreanos para ser capataces y no peones en las maquilas.
Hay quienes sienten el color atezado de su piel como un estigma inescapable. Es difícil ocultar la turgencia de sus labios, la negra agudeza de sus ojos, la lacia testarudez de sus cabellos recios, las formas voluptuosas y rotundas de sus cuerpos. Millares de indios viven pidiéndole disculpas al otro, al extranjero, al turco, al gringo o al mestizo adinerado por ser lo que son, por vivir en casas destartaladas, por comer no más que frijol, por no saber encontrar trabajos mejores que de limpiadoras o vigilantes. Y hay indios que insultan a otros llamándoles “indios”, como si así ellos mismos lo fueran menos.

2.
Cuando Amanda huyó de occidente hacia Tegucigalpa no tenía bienes ni profesión alguna con la que sacar adelante a sus hijas. Era ama de casa de provincia, experta en crear armonía. Desde bien pequeña, por haber crecido sin madre, se había encargado de las labores de la casa. Se dedicaba con esmero al orden, a limpiar, aromatizar y colocar todas las cosas de la casa de tal manera que hicieran sentirse cómodos a sus habitantes. También cocinaba armonizando ingredientes, propiedades y principios activos, para que cada comida fuera completa y preventiva de dolencias. En la familia, era ella la que siempre congeniaba opiniones encontradas, la que resolvía conflictos o aplacaba los ánimos de los contendientes en las disputas. Durante los años de guerrilla disimulaba con árboles profusos y arbustos desmelenados las entradas y salidas del jardín de la casa. Tapaba y defendía las actividades de la familia ante cualquier acusación o comentario en el pueblo. Su mano izquierda en negar las maquinaciones políticas no contrariaba a los acusadores, pero aplacaba sus sospechas.
Hasta su huida a Tegucigalpa, la de cuidar de los suyos fue prácticamente su única profesión, habilidad o encargo. Si bien es verdad que poseyó especial destreza para la vieja artesanía de dibujar flores en las paredes con tierra de colores. Utilizaba los mismos trazados y curvas con los que los antiguos mayas decoraron sus templos y escalinatas. Aquella artesanía antigua había sido transferida por siglos a las mujeres del occidente de Honduras. Las míseras casas de barro y bambú lucían exuberantes con trazos enrevesados púrpura, dorados o turquesa. De bien joven Amanda tuvo raptos inspirados de romper con las formas tradicionales e innovar con el diseño de las flores. Parecía tener un cierto don. Pero con la edad y la responsabilidad del hogar terminó priorizando la armonía de las formas. Más allá de arrebatos artísticos, su familia cotidianamente miraría esas flores, y quería sentirse envuelta en una atmosfera tradicional y reconocible.
Aunque nació con una paz interior de la que siempre carecieron su padre o su hermano y que la hacía parecer mucho más tranquila, excepcionalmente se había sentido feliz en la vida. Se quedó viuda temprano, tras la absurda muerte de Cálix, en un accidente de carro por lo resbaladizo que dejaron el piso las lluvias. Pocos años después desapareció su hermano y en los meses siguientes mataron a su padre. Con tanta muerte a su alrededor su armario era una colección de ropas negras. Por eso, al morir Elio pensó que no debía volver a vestir de negro, porque si no su alma sucumbiría. Se vistió de verde palo y mantuvo la frente erguida en todo el camino a Tegucigalpa. Cuando llegó a la capital ya era una mujer de cuarenta años, con un perpetuo moño negro en la coronilla y aquel sencillo vestido claro.
Amanda era más alta y fuerte de lo que fue su madre, pero mantenía las mismas curvas de la lavandera que le daban un aspecto orgulloso. Aunque heredó de su padre un buen dominio de las palabras, apenas habló en el trayecto de autobús a la capital con sus apenadas hijas. Tenía aún el olor a sangre en la nariz, el que le quedó impregnado cuando recogió el cadáver de su padre de la plaza pública y lo llevó a enterrar. Aquel olor a sangre permanecería clavado en su nariz durante meses. Y por eso, cuando llegó a Tegucigalpa no pudo entender totalmente los significados de la ciudad que la alojaba. No pudo oler los barrios ricos ni los pobres, el tímido olor a humo de la joven industrialización de aquella capital entre cerros. No olió la cantidad de basura que se hacinaba en los barriales, las aguas fecales que descendían de las colinas zigzagueando entre las plantas de banano, la mugre de las casuchas sobrepuestas unas con otras, el olor a orín de los escuálidos niños que pedían limosnas en las orillas de las carreteras. Tampoco sintió el olor a gasolina y a perfume de los barrios ricos, el olor del ladrillo y el acero en las casas adineradas, ni el exótico aroma de la comida importada.
Pero vio el sol brillar y el cielo más azul del que nunca había visto. Era esa la mítica luminosidad de la capital de la que siempre le habló su padre. Y esperó como siempre lo hacía en los momentos de crisis que aquello fuera una suerte de señal, un buen presagio.
Arrastrando unos pocos bultos de pertenencias y a dos adolescentes traumadas, aceptó el asilo en la casita del guarda en un condominio residencial de propiedad de unos primos. Ahora era innecesaria como vivienda de un vigilante, puesto que con el aumento de la peligrosidad, trabajaban tres y por turnos.

3.
En la familia de Elio eran todos juristas, más pragmáticos y menos idealistas que el abuelo, así que casi todos bastante más adinerados. Los familiares que las acogieron fueron los más compasivos. También los más prepotentes, los que las destinaron a la casa del guarda y les hacían sentirse humilladas al encontrárselos. Siempre les recordaban las excentricidades de Elio, su testarudez y la insensatez de sus posiciones que, lejos de cuidar a los suyos, los había arruinado.
El linchamiento del abuelo había sido sancionando por las autoridades locales junto con una orden de expropiación de todas sus tierras. Cuando Amanda fue a reclamar este dictamen a la municipalidad, un hombre sudoroso tras un escritorio, revisó aquella sentencia, la que juez ninguno había firmado. Declaró que como el deseo de los comunistas era la abolición de la propiedad privada, antes de morir y como última voluntad concedida, le habían abolido la suya.
En Tegucigalpa Xiomara se puso a despachar en una tienda de ropa y Amanda comenzó a trabajar en la cocina del pequeño comedor que le alquiló un familiar lejano. Como el sentido del olfato de Amanda estuvo por semanas aún afectado por la sangre y era incapaz de reconocer cuando la comida estaba pasada, tuvo que hacerse ayudar de la nariz de Juana.
El restaurante estaba en la esquina de una de las avenidas del centro de la ciudad, junto a un guanacaste de flores naranjas y coloradas, de las que dicen que en ciertas pociones devuelven los amores perdidos. Desde la calle apenas se veía un tímido cartel sobre una estrecha puerta y una ventana con rejas. Tras el comedor, al fondo, estaba la cocina alargada. En el patio de atrás se juntaban diversas especies de animales de la ciudad que peleaban sin tregua por los desperdicios.
Juana no era una joven preparada para las cosas prácticas de la vida, educada desde pequeña en grandes ideales y hazañas. Tenía poca paciencia para los detalles. A menudo se despistaba en la cocina y se quemaba las palmas de las manos con los fogones. Introducía la comida en la nevera sin fijarse en lo que mezclaba, tapaba o alteraba, por lo que los tomates a veces sabían a camarones, el repollo a ajonjolí, hojitas de cilantro nadaban sobre el café y crujían cacahuetes al masticar la carne de las hamburguesas. La falta de olfato de su madre la salvó de varias regañinas.
El restaurante, en manos de una mujer sin olfato y de una adolescente proclive a las recetas disparatadas, parecía estar en riesgo. Los clientes del restaurante, sin embargo, siguieron entrando y nunca reclamaron. En Honduras la gente no tenía voluntad para las quejas. La población sufría de aquiescencia, desde las cosas más insignificantes hasta las más grandes. Quizás pensaban que quejarse sólo les llevaría a la desaparición o a la muerte como a Elio, al tío Isabel y a muchos otros. En los años noventa, los hondureños, así como aceptaron que la comida de Amanda no era perfecta, aceptaron que los Estados Unidos y algunos ricos controlaran el país. Aprendieron a no quejarse mucho por no tener medicinas en los hospitales o maestros en los colegios, a no quejarse por no tener carne para comer o de las extorsiones de la policía. Al final del siglo veinte, la población hondureña se había adaptado tanto a la injusticia que la impunidad se convirtió en una epidemia. Durante incontables años los políticos y especuladores jugaron tanto con la moneda local y se hicieron tan ricos, que compraron la parte del país que aún no tenían. Y los pobres, que eran casi todos, utilizaban los billetes devaluados para atizar las estufas en las que cocinaban el poco maíz que sobrevivía a las inundaciones. Los profesionales de clase media y rostro pálido aprovecharon la ayuda internacional para enriquecerse. Ante los donantes culpaban a los indios holgazanes de no dejarse ayudar por ellos, de no querer salir de sus circunstancias.
En esos años el robo se institucionalizó y se hicieron varias leyes para promover el hurto de guante blanco. Se decían a sí mismos muchos hondureños que, como la naturaleza humana es ladrona, al menos regulando la corrupción, la mantendrían en niveles razonables. Con tantas políticas neoliberales el país llegó al siglo veintiuno convertido en uno de los países más pobres del continente americano y de mayor densidad homicida.
Juana se aburría cocinando cuando la mitad de los niños de su país estaban mal nutridos. Se aburría en aquella ciudad en el que sobrevivían mejor las almas acomodaticias. Su abuelo le había enseñado a no ser indiferente a la injusticia. Le había dicho:
- Si no matas ese sentimiento, si nunca te acostumbras a la dolorosa evidencia de la miseria, te mantendrás siempre capaz de transformar el mundo.
Era una mujer para la acción. La vida en la cocina, cuyo mayor peligro era caldearse con agua hirviendo, no era para ella. En la ciudad Juana apenas leía libros, porque no había librerías y mermadas eran las bibliotecas. Sólo se comercializaban los libros de autoayuda de moda, los clásicos ilustrados en el colegio y los folletos que promocionaban las Naciones Unidas sobre cómo prevenir el sida. Así que como una vía de escape a aquella vida inane se aficionó al cine en la pequeña pantalla que Iván, uno de los camareros del restaurante, tenía en un cuarto contiguo. Siempre que el número de pedidos bajaba y en la cocina se desocupaba, se escapaban.
Comenzó a vivir más en el cine que en la realidad. Se apasionaba locamente y descubría el mundo en las películas. Experimentaba nuevos placeres y tremendos desafíos a través de los actores. Viendo cine, apenas prestó atención a algunas cosas que sucedieron durante meses, como que su hermana Xiomara quedó embarazada, abandonó a su hija recién nacida en la casa y huyó como indocumentada. Fue completamente ajena al hecho de que se convirtió en una joven extremadamente hermosa, con aquella belleza india, ágil y altiva. No puso atención a que, mientras miraba las películas, el camarero Iván la tumbaba en la cama del cuarto, cubierta por una raída cobija y la tocaba por todas partes hasta que su cuerpo se excitaba y respondía a sus movimientos. Ni siquiera se percataba de que las películas eran norteamericanas y los escasos latinos que aparecían no eran héroes sino personajes mezquinos o ridículos que a menudo sufrían muertes violentas o prematuras. Al fin y al cabo su vida sería a partir de entonces un permanente intento por acostumbrarse a incoherencias y contradicciones.
La pequeña de las Esquivel no salió de aquel vicio obnubilador, de aquella hipnosis del celuloide, hasta la semana en que tuvo cinco desmayos seguidos. Uno de los desmayos se produjo sobre el pastel de fresas y nata que su madre había cocinado para una boda en la vecindad. Amanda la obligó a ir al aciago doctor que le anunció que estaba embarazada.

4.
Inés, la hija de Xiomara, nació con la tez tan morena como su tía y la misma melena negro azabache. Sus dedos eran desproporcionadamente largos frente a sus manos o sus pies y sus piernas parecían las de una niña de siete años cuando apenas contaba con cuatro. Los doctores, ya en el paritorio, aventuraron que iba a crecer mucho. Su abuela Amanda se regocijaba pensando que su nieta podría ayudarla a limpiar y bajar cosas de las estanterías más altas. También, mágicamente, soñaba con que aquello fuera una señal que la curara de las cegueras de la familia, la hiciera capaz de vislumbrar más allá del horizonte y traspasar fronteras.
Su madre, por el contrario, no soportó la idea de ser madre soltera en aquella colonia donde eran los más pobres, donde su única opción era ser tendera. Al parir a Inés, agarró el poco dinero que tenía ahorrado y se fue. Solo dos meses después llamó pidiendo disculpas desde Miami.

5.
Fue un día de septiembre en el que Xiomara se despertó de madrugada. Era uno de esos días en que la lluvia ha escampado un poco y el aire se mueve llenándose de olores. Se vistió sigilosa, sacó el hatillo que tenía preparado bajo la cama hacía semanas, le dio un beso en la frente a la bebé Inés que dormía tranquila y dejó una nota con una sola palabra:
- Perdón.-
Cuando salió a la calle, apenas circulaban carros por la ciudad. Pisó cáscaras de rambután, la fruta de septiembre. Era la temporada y todo el mundo vendía y comía rambután en las calles, regando los caminos de sus pieles rojas, cubiertas de púas como los erizos de mar. Mientras agarraba un taxi colectivo camino al bus, compró una bolsa de fruta a una vendedora ambulante. Hizo explotar un rambután en la boca llenándola de azúcar. El resto, los guardó como un tesoro durante el viaje y en unas semanas se pudrieron intactos ya en suelo norteamericano. Esa fruta fue su único recuerdo libre de duelos, el amuleto de su exilio.
Amanda llevaba cuidando de la pequeña unos meses cuando Juana volvió con la cara desencajada del doctor y tuvo que sentarse para no desfallecer sobre la pila del patio. Dio a su hija infusiones de ruda durante días que hicieron que el feto se fuera cayendo. Pero a pesar de las curas y los lavados de romero y manzanilla una noche Juana casi se desangra. Sin apenas amigos en la ciudad que pudieran ayudarla, Amanda se aterrorizó pensando en la muerte desangrada de su propia madre. Ningún médico debía enterarse, porque las mandarían por años a la cárcel.
Tras tres días de languidez, anemia y fiebre, Juana sobrevivió; pero tardó meses en recuperarse de vahídos constantes, lo que no evitó que los rumores se esparcieran por el barrio. Cuando las lenguas viperinas comenzaron a llamar a la casa de Amanda “la casa de las malas madres”, Amanda pensó que Xiomara sería la pionera de un nuevo destino para la familia. Gastados los esfuerzos en Honduras una nueva patria las esperaría en los Estados Unidos. Porque en Honduras sus esperanzas tenían el fatal destino de frustrarse. Alimentó la idea de que Xiomara llegaría un día para llevárselas a todas consigo. Igual que en un tiempo la casa Esquivel estuvo imbuida por el sueño de que la transformación de aquel país era posible, en los años en los que Inés creció en la casa Esquivel flotaba el sueño de emigrar a otro.


LA VIOLENCIA

1.
Hubo un tiempo en que las injusticias generaban una energía colérica que dañaba pero a la vez quería trasformar el mundo. Pero cada gesto crítico fue violentado. Los hondureños llegaron al siglo veintiuno en un país de silencio, matándose por las cosas más tontas. En vez de gastar su rabia en las grandes cosas, se mataban por celos, por celulares con cámara, por encubrir delitos, por el mercado de las drogas o por pitar fuerte el claxon en la calle.
Tras los tratados de paz, Guatemala, El Salvador y Nicaragua acabaron sus guerras internas y la población de Honduras se llenó de armas con nombre ruso. Metralletas para asaltos en el campo eran lucidas por los vigilantes de seguridad de restaurantes y bancos. Centroamérica se convirtió en el lugar más peligroso del mundo.
La militarización y sus doctrinas, y el hambre mezclada con la libre competitividad, dejaron a la gente odiándose. Los vecinos no confiaban entre ellos y la paranoia era la enfermedad nacional. En medio de esa crisis moral cien mil religiones seguían proliferando en los lugares más recónditos. Donde no llegaba ni la Cruz Roja en vehículos todoterreno especiales, algún misionero yanqui aparecía escalando la ladera, sudando bajo su traje y corbata.
La familia Esquivel nació con violencia y la posguerra y el oprobio no cambió las circunstancias. Aunque años después Juana pasó de ser una prometedora guerrillera a convertirse en cocinera, siempre blandía el cuchillo a la defensiva cuando alguien se le acercaba por detrás inesperadamente. Y aunque pasó años cocinando nunca logró ser buena en la cocina. Su especialidad era fabricar explosivos, así que a veces no cedía en la tentación de introducir carbón o metales en sus guisos, sobre todo si, a pesar de la humildad del restaurante, las visitaba algún comensal vinculado al gobierno. A Iván, el camarero, aunque estaba locamente enamorado de ella, hizo que su madre lo despidiera tras su aborto. Amanda despidió al joven, pero le recordó a Juana que aquellos ya no eran tiempos de guerra, que ya no había espacio para la venganza. En cualquier caso, Juana había nacido con la rabia dentro y sin saber cómo utilizarla secretamente la seguía aumentando. Esa energía no consumida le producía dolor en los huesos y no le dejaba dormir algunas noches. Año tras año Juana permaneció en aquel restaurante de las cuatro mesas de plástico con mantel de flores y el minúsculo cartel de “comidas” sobre la puerta. Salía de allí con su madre a unas horas intempestivas. Se hacían acompañar del camarero que sustituyó a Iván, para no ser asaltadas de camino a casa. En las noches Juana le leía a su sobrina los libros marxistas que se trajo de la bodega de occidente. A muy temprana edad le enseñaba que el ser humano no había nacido para acostumbrarse a las injusticias, sino para luchar contra ellas. Le pasó el legado de conocimiento que el tío Isabel le había dado y que a su vez heredó de su obstinado abuelo Elio.
Juana se pasó la vida con preguntas para las que nunca obtuvo respuesta. Como gran parte de su generación, sobrevivió con la certeza de la injusticia sin saber la solución para ella. Como tantos otros se tuvo que acostumbrar a expresar en voz muy baja, apenas audible, su inconformismo.

2.
A pesar de sus desvelos y frustraciones, Juana tenía aquella belleza india que difícilmente languidecía y en sus días buenos era una provocación en el restaurante. Pero no lograba tener pareja.
El amor siempre había sido rácano con las mujeres de aquella familia. La susceptibilidad a ser violadas, estigma de sus abuelas se quedó como un fantasma inquietando sus corazones.
Amanda, tras dieciséis años de matrimonio con el padre de Juana, se había declarado viuda perpetua. No volvió a permitirse nuevas pasiones que la distrajeran de su estoico liderazgo familiar. A pesar de haber quemado sus ropas negras hacía años, su corazón siempre siguió de luto y le quedó inservible para el ejercicio de ilusionarse. Y, como ya intuyó en su adolescencia, a fuerza de sufrir por otros se acabó ocupando más de la felicidad ajena que de la propia.
Juana tenía un temperamento demasiado indómito para las ternuras del amor. Era esquiva, por lo que sus amantes esporádicos o bien salían huyendo prematuramente en cuanto descubrían su autosuficiencia o eran abandonados por ella si se sentía lo suficientemente vulnerable para ser lastimada. Además, cuando se planteaba la posibilidad de un compromiso matrimonial le resultaba difícil abstraerse de la sensación de que su vida en Tegucigalpa era provisional. Como si su abuelo Elio le hubiera dejado un encargo y no pudiera comprometerse antes de cumplirlo. La vaga sensación de que su destino estaba pendiente le dejaba un reconcome que la obligaba a nunca estar satisfecha.

3.-
Las mujeres Esquivel tenían la mala vida de las mujeres humildes y solas en un país bravo. Sus familiares cercanos no escatimaban en llamarlas malas madres de cuando en cuando y en una ocasión fueron falsamente acusadas de haber robado en la casa de un diputado del condominio. La pobreza les impedía ir al médico tantas veces como sus padecimientos consideraban necesarios. El restaurante no era próspero, porque los clientes eran pobres y siempre que hacían buena caja recibían algún asalto. Pero con las remesas que enviaba Xiomara le pagaron a Inés un buen colegio y arreglaron la casita del guarda de la rica colonia de Tegucigalpa. La convirtieron en una casa familiar, con cortinas de colores en las ventanas y luces encendidas en Navidad. Apenas contaban con una habitación, en la que dormía la abuela Amanda con Inés, para la que tuvieron que idear una extensión para la cama cuando Inés creció tanto que se salía. Juana siempre se quedaba a dormir en el sofá de la sala.
La cocina, con una estufa de leña que abastecían en la pulpería vecina aún cocinaba de cuando en cuando golosinas de Occidente, atol chuco de maíz, mostaza cocida y flores de loroco con queso. Las recetas amargas eran su último vínculo con aquella tierra aislada. Nunca volvieron por allá y del tío Isabel no volvieron a saber nada. Juana estaba convencida de que fue devorado por jaguares en la montaña. Por el contrario, Amanda soñaba con que había conseguido llegar hasta el mar Caribe, donde tenía una esposa que cocinaba pan de coco e hijos de mirada luminosa.
Del enfermero Jorge no tuvieron noticias hasta que algunos años después, tras el horrible huracán Mitch, les llegó a manera de herencia la caja de los remedios que más tarde les serviría para aliviarle las pasiones a Juana.

4.
Inés creció en una ciudad donde era desaconsejado pasear por la cantidad de baches de las aceras, el humo tóxico que exhalaban los carros y, sobre todo, por la posibilidad de ser asaltada con arma de fuego. Los taxis, antiguos turismos blancos con puertas desarticuladas y agujeros en el chasis, atravesaban la ciudad zigzagueando con canciones de ritos religiosos a gran volumen. En aquellos años Tegucigalpa se convirtió en una ciudad laberíntica. Aumentó desproporcionadamente entre cerros verdes, desaconsejados como hábitat humano. Una gran mayoría de las construcciones parecían estar cayendo por derrumbo o porque estaban colgando entre las exuberantes plataneras de las lomas. En cada esquina se encontraba la uralita de un tejado a punto de precipitarse o el vidrio roto de un local apuntando al cuello de los viandantes. Tanto las casas como los habitantes aparentaban estar envueltos en una pátina de polución, pero en realidad era una mezcla de pobreza y miasmo. Aparcados, a veces, se veían coches sin ruedas.
Y sin embargo, a unos quince minutos a las afueras de la ciudad la suciedad se mezclaba con una exuberante belleza. Acacias rojas con sus enormes ramas se arqueaban y construían túneles de flores sensuales y turgentes vainas por encima del asfalto y de los mugrientos puestos de los vendedores ambulantes. Fuera de la ciudad, al otro lado de los cerros, había cascadas lechosas que descendían por las montañas. En los bosques las nubes se enroscaban entre los árboles. Los pueblos estaban construidos en laderas con paseos de piedra y casitas de tejas rojas. Sus espaciosos porches parecían el bostezo de una boca abierta lista para la siesta. Bajo sus vigas, hamacas de colores colgaban rítmicamente. Desde las copas de los árboles más altos se escuchaba el canto del quetzal con su melodía de vieja caja de música china. Con su canto más metálico que orgánico, pero más humano que animal. Totalmente desconcertante.

5.
Amanda, que al principio pensó que la altura de Inés era una señal de esperanza, se asustó al ver a Inés crecer de una manera tan desmesurada. En aquella familia donde el genio y la figura les había llevado a la muerte la vergüenza o la ruina, deseaba que al menos la más pequeña lograra pasar desapercibida. Durante años no dejó de alimentarle la esperanza de emigrar a una patria nueva, la de su madre. En los Estados Unidos donde según contaba Xiomara no había peligrosidad, persecución o hambre. Amanda se imaginaba que su nieta podría ser la primera mujer Esquivel que se graduara en la Universidad.
En las cartas que Xiomara escribía no contaba que se casó con alguien al que no amaba para obtener el permiso de residencia, cometiendo fraude al país extranjero y a su marido. Tampoco que se sintió más humillada de lo que se había sentido en Tegucigalpa y que la soledad la había convertido en una mujer amargada. Llegaba una vez al año oliendo a perfumes neoyorquinos y cargada de regalos. Parecía más femenina y sofisticada que ninguna de las mujeres que conocían. Amanda siempre le preguntaba cuándo podrían ir con ella ante el enojo de Juana.
-Después de lo que nos han robado los gringos no vamos a ir allá a limpiarles los váteres- decía con la cara encarnada. Consideraba la emigración de su hermana una traición.
-Ya no vivimos en lucha, no podemos sacrificar más la felicidad de la familia -le respondía secamente Amanda. Debemos darle a Inés la oportunidad de empezar de cero.
Al fin y al cabo aquel restaurante apenas les permitía sobrevivir. El pago del alquiler se llevaba la mayor parte de las ganancias y sus clientes eran tan humildes que a menudo tenían que perdonarles los pagos. Pero Juana tenía pasiones testarudas, se empecinaba. Y no solo con su orgullo. La mayor muestra del empecinamiento que había en su sangre la protagonizó cuando Álvaro Buenso, convertido en teniente sanguinario del ejército fue al restaurante a cenar y a poco se desmaya.

6.-
Centroamérica es una región hecha de grandes sobresaltos, donde acontecimientos bruscos o insólitos pueden cambiar la política, la orografía del terreno o la vida de cualquiera en pocos segundos. Por eso, sus gentes nunca dan nada por sentado y a veces ni siquiera planean a muy largo plazo.
Al final de los años noventa otro gran sobresalto dejó obsoletos los mapas: la violencia del huracán Mitch. Fue tal su fuerza que el nombre de Mitch quedó vetado en la denominación climatológica. En el restaurante de “comidas” la lluvia torrencial les hizo dormir sobre las mesas del comedor por dos días, con miedo a salir a la calle.
Aquella descomunal tormenta provocó que los ríos crecieran como el gran diluvio y todas las carreteras se rompieran. Buceaban palmeras, casas y vacas. Miles de personas murieron. Una de ellas fue el enfermero Jorge, que paseaba junto a la vera de un río buscando una rara planta que le habían dicho los lugareños que aliviaba el chagas.
Muchos años antes, el día en que mataron a Elio, Jorge había introducido el nombre de su hija en su caja de plantas medicinales como una suerte de conjuro para mantenerla protegida de más males. La caja contaba con remedios para cien enfermedades, unos antiguos y otros inventados. Quienes gestionaron el legado del sanitario, al leer el nombre de Amanda, le enviaron las semillas y las plantas pensando que quizás fuera la propietaria.
Amanda estuvo días husmeando en la caja, buscando especias y condimentos. El olor de aquella caja era como una explosión cada vez que la abría. Llenaba el restaurante de fragancias e irritaba las pituitarias. Leyó aquella vieja frase, la ira es la emoción más liberadora y también la más peligrosa. Encontró una planta que parecía una especia y sacó unas pizquitas. El huracán había destruido prácticamente todas las cosechas y la cocinera tuvo que aprender a multiplicar panes y peces, hacer crecer la harina de elote, inventar la mayonesa sin huevo y el cocimiento que más engordaba el arroz. Aquellas pizquitas de yerba disimularon el sabor rancio de la carne. Sin embargo, algo que no sabía Amanda cuando las espolvoreó en la sartén del restaurante, provocaban como efecto psicotrópico el descuido. Al día siguiente algunos comensales se olvidaron de pagar y otros olvidaron sus carteras. Incluso dos de sus clientes olvidaron su pudor y comenzaron a bailar danzas garífunas entre las mesas.
A final de la semana, en una tarde ventosa de noviembre, dos agentes de policía y dos militares entraban en el local haciendo preguntas. Pertenecían a dos cuerpos de seguridad contra el narcotráfico. Afuera todos los pájaros de la ciudad se refugiaban en el ramaje de los árboles de la avenida. Piaban con un ruido ensordecedor que se unía al bullicio de los autobuses amarillos, antiguos autobuses escolares que los estadounidenses revendían cuando ya estaban vencidos. La gente que transitaba tenía la mirada perdida aún por la fuerza del desastre del huracán. Parecía que no fueran a ninguna parte.
Los policías exigieron comida. Eran altivos, con los labios finos y blancos, quién sabe si de tanto apretarlos conteniendo alguna clase de ira. Juana, que fue a servirles el pollo frito que encargaron, casi tira la bandeja cuando reconoció a Álvaro Buenso como el más serio y apuesto de la comandancia. Y Álvaro también pareció asustarse al verla.

7.-
A pesar de lo mezquino de su oficio, extrañamente, Álvaro seguía siendo muy atractivo. Sus ojos seguían teniendo un brillo travieso. Aunque la obediencia a su comandante le había segado todo rastro de inocencia, en algún lugar profundo de su espíritu debía de bucear intranquila la culpa.
Los militares pertenecían a una red de fuerzas de seguridad que manipulaba tres cárteles del narcotráfico. Poco les importaba que el país estuviera arrasado por el clima. Malversaron la ayuda internacional para incrementar su logística y en el restaurante de Juana buscaban los restos de un alijo que habían extraviado. Al fin y al cabo, en la colonia en la que residían las tres Esquivel vivía un diputado que pertenecía a un cártel enemigo.
Estaban tan acostumbrados a la trata de almas, que creían que podían comprar a cualquiera. Le dieron cien lempiras al camarero que sustituyó a Iván a cambio de mantenerles informados “si la veían hacer algo raro”.
Atravesaron las calles desdibujadas de Comayagüela, al otro franco del río, donde los cerros se habían hundido con la tormenta y la fuerza brava del río Choluteca. Algunos de los cadáveres de la capital se encontrarían más tarde nadando en el océano pacífico, a cientos de millas de distancia.
Ese día Juana estuvo a punto de desmayarse. Se sorprendió cuando su corazón empezó a latir tan fuerte ante Álvaro. Retomó la costumbre de alterarse cuando lo veía. Poco pudo hacer con ese condicionamiento fisiológico instalado en la pubertad, que hizo que cada plato que le llevó a la mesa vibrara sobre sus manos temblorosas. Derramó parte del vino sobre la chaqueta de otro comensal y tuvo dos tentativas de desmayo que atajó tomando café cada vez que pasaba junto a la olla con una pajilla que llevaba escondida en el bolso del delantal.
Amanda, que siempre imaginó la involucración de aquel hombre en los chismes que corrían por el pueblo cuando su hija era adolescente, estuvo a punto de echarlo. Como si los desprecios continuos de un primer amor no correspondido no hubieran sido suficientes para vencer sus pasiones testarudas, allí estaba Juana, trémula como una hoja frente a un militar fascista y desconocido. Amanda, a pesar de los esforzados disimulos de su hija, se dio cuenta. Temió que el nerviosismo de su hija las hiciera parecer culpables. No se le ocurrió otra cosa que sacar de la caja de los remedios una yerba que estaba etiquetada contra las obsesiones. Introdujo aquella planta medicinal disimulada en el café y eso permitió a Juana soportar la presencia de Álvaro y tranquilizar su ánimo. Mientras, Amanda convenció al comandante de que nada tenían que ver ellas con la delincuencia organizada.
Ante el asombro de Amanda, Juana no se enojó aquella noche cuando ella e Inés soñaban despiertas con emigrar mientras molían maíz para el día siguiente. De hecho, cuando ellas comentaron que Xiomara tendría algún amigo poderoso en Norteamérica que podría beneficiarlas, Juana no se alteró ni protestó por ello. Por lo que Amanda comenzó a camuflar el remedio en el café todas las mañanas y las Esquivel comenzaron a planificar su estancia en el Norte. Cuando la vida no estaba asegurada, la dignidad había que dejarla aparte.

8.-
Cuando Álvaro era aún muy niño, en medio de una guerra civil cruenta e interminable los padres le sacaron de San Salvador y lo llevaron con sus abuelos a un pueblo costero. Vivían cerca de un volcán que a veces echaba humo como un dragón medio dormido. Los atardeceres en aquel paraje eran ardientes con el sol incandescente deslizándose sobre el pacífico, más allá de la sabana de jícaros. La piel del muchacho estaba curtida por el sol persistente y la picadura de los zancudos. Siempre sabía a mar. A menudo jugaba con su amigo Luis que tenía como mascota una iguana y la arrastraba de un lado a otro atada con un cordel. El abuelo de Álvaro les hacía desfilar militarmente a los tres por la playa: los dos muchachos y la iguana. Era un viejo capitán de pesquero al que le faltaban varios dientes y una oreja. Siempre decía que se la había cortado en un naufragio para dar de comer a su tripulación antes de que se amotinara. Tenía un humor extraño y se reía de los muchachos cuando comenzaban a desfilar con la barbilla en alto junto a la oscura orilla.
-Sois más dignos que nuestro ejército de ladrones.- Rezongaba el anciano.- En este país que nadie tiene más coraje que para matarse unos a otros…- Enseñaba los huecos de su boca cuando daba sonoras carcajadas.
Un día llegaron los padres de Álvaro de San Salvador en un carro nuevo con la baca repleta y se lo llevaron con ellos a Honduras, donde la situación económica era más halagüeña, con sus otros abuelos.
-Los hondureños y ese cuento de que son pacifistas…-, murmuró el anciano y le dio una curiosa recomendación a su nieto antes de despedirlo. - Cuando se haga mayor, haga algo más en el mundo que matar personas, por lo que más quiera.-
La guerra era tan fiera en aquel tiempo que parecía que los centroamericanos habían sido inventados para aniquilarse y el ingenio para matar era la única inteligencia útil. Y es que fuera de aquella playa a veces la violencia parecía la única manera de obtener un espacio.
Álvaro llegó a las montañas de occidente ofuscado. Al sol le costaba asomar entre las nubes y las personas eran frías y reservadas. Sus abuelos hondureños, personas tremendamente religiosas, le hacían ir a misa católica todos los días. Ya en casa y antes de acostarse tenía que rezar vísperas y cada mañana maitines.
-En San Salvador no podíamos tenerlo mucho tiempo con nosotros porque Alejandra tenía miedo que la guerrilla nos atacara.- Le explicó Virgilio Buenso a sus padres, también para justificar la cantidad de cicatrices en su cuerpo y su ausencia de modales.
Los Buenso no fueron una familia pudiente hasta que Virgilio comenzó a hacer negocios, lo que les llevó a ser propietarios de dos casas en San Salvador y una casa colonial en el centro del pueblo del occidente hondureño, con alerón de madera labrada en el tejado. La ferretería Buenso, que tardó un año en ser inaugurada se convirtió en un referente en la región, y mecánicos y agricultores de todo el departamento llegaban a comprar sus piezas.
Para el padre Buenso no solo era importante que el joven Álvaro desarrollara modales. Algo más. Porque los fines de semana le llevaba en su carro al río. Le enseñaba a cargar la escopeta y le hacía disparar a los perros mal nutridos que bajaban a la quebrada por basura en la que revolver. Al principio Álvaro se resistía pero el padre insistía apretándole el brazo, “te tienes que hacer fuerte”, “el mundo es de los fuertes”. No se atrevía ni a llorar ni a rehusar, ante la agresividad de su padre. Así que disparaba. Al principio con los ojos cerrados. Le enojaba tanto que un día disparó a cinco perros seguidos deseando que la especie se extinguiera para ahorrarle aquellos trabajos. De hecho, durante la adolescencia de Álvaro apenas merodearon perros callejeros en la ciudad.
Del proceder que observaba en su padre, Álvaro aprendió que la soberbia en público y la crueldad en privado eran las mejores formas de granjearse respeto. Esas reglas habían llevado a Virgilio Buenso a ser un triunfador en la vida, si por eso se entendía el conseguir dinero y aparentar que tenían un abolengo que se había inventado. Con los años, aquellas reglas llevaron a su hijo, a ser un profesional de la violencia. En el ejército se ganó muchos respetos y algunas medallas. Rezaba a diario y era una persona meticulosa en todas sus cosas. Tardaba más de una hora en prepararse cada noche para el día siguiente, doblando y mesando los pantalones en las perchas, limpiando concienzudamente el arma. Fue frío guerrero y despiadado en la manera en que acometía sus acciones militares y los negocios ilícitos en los que estaba implicado. Alguna vez sintió arrepentimiento o recordó que quizás había elegido como profesión el ejército para ser marinero como su abuelo. Sobre todo cuando se dormía y soñaba que navegaba con su amigo Luis cercando las playas de El Salvador. Durante toda la noche veía sus brazos pelear con las velas sobre ese mar embravecido, que se empeñaba en querer encallar su embarcación en la orilla. Alguna mañana se levantó con agujetas. Pero no era coherente con esas inquietudes. Tenía la cobardía de quererse ganar bien la vida. O quizás la mala costumbre de no recordar sus sueños cada mañana. En cualquier caso Luis ya no podría acompañarlo. Sus padres, pescadores arruinados por la guerra y la desesperanza, también decidieron sacarlo de la playa y llevárselo con ellos a un suburbio de Los Ángeles cuando era aún un niño. El abuelo ya había muerto por entonces, pero de nada le hubieran servido sus recomendaciones, porque se convirtió en pandillero salvatrucha en la época en la que Centroamérica llegó a exportar con cierto éxito su violencia. Con la cabeza rapada, todo el honor que consiguió en su vida fue tener una ficha policial en la que le hacían responsable de catorce homicidios. Entre sus decenas de tatuajes llevaba el de una iguana en el pecho, lugar al que le disparó una de sus exnovias cuando fue a matarlo.

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