jueves, 8 de septiembre de 2011

barro

Me pregunto qué hacen en Ratanakiri tantos expatriados, si este es el último confín del mundo y los ríos llegan vacíos de peces, cargados de barro. Los negocios son turbios, se exportan piedras y madera preciosa. Sólo se importa mercancía rota. Las arañas son del tamaño de los escorpiones y los escorpiones son del tamaño de las serpientes. Los rumores se esparcen ideando vidas paralelas a las vidas y la mala suerte se conjura con difíciles ritos que los extranjeros no entienden. El bosque se quema por capricho chino. El río se llena de mercurio porque los vietnamitas sucumbieron a la fiebre del oro. La ciudad se queda sin luz días enteros y la lluvia a veces no cesa durante semanas. En la profundidad de la selva el ambiente es tan húmedo que las sanguijuelas desangran.

Me gustaría saber de qué huyen todos estos expatriados para acabar en el único sitio del planeta en que ni siquiera el enemigo más obsesivo los vendría a buscar. Cómo sobreviven aquí con la humedad que ahoga, el lodo que lo cubre todo y las mareas del monzón que propagan pasiones dañinas. Aquí, donde es inútil intentar entender los lenguajes, las señales. Vivir en Ratanakiri que es como nadar en alta mar a oscuras.

Me pregunto qué hará en realidad ese intrigante par de veinteañeros norteamericanos que están siempre borrachos. Usan camisetas de tirantes para enseñar los cien tatuajes que se grabaron en la cárcel. Se pasan el día con los mafiosos locales, pasean maletines y alguna noche acaban malheridos. En este lugar donde no hay asistencia médica y en las farmacias venden tabaco.

Me pregunto sobre esos humanitarios europeos que llegaron con eslóganes solidarios y ahora entrelazan relaciones con provincianas de diecinueve. Ellas cantan en el karaoke canciones de amor y suicidio. Ellos se niegan a admitir que tienen más de cincuenta. Siempre tienen la mirada perdida, como de abandono. Parece que se han quedado atascados en este rincón del mundo y no encuentran el camino de vuelta. Igual que ese italiano solitario que busca desesperadamente una esposa italiana pero hace más de diez años que huyó de Italia.

Aunque Ratanakiri es un lugar demasiado inhóspito para perderse, hay alguna inglesa que intenta dejar el alcohol escondida en una vieja casa. Y una pareja australiana que llegó para evitar la ruptura, buscando un lugar tan desesperado que les obligara a aferrarse. También hay una alemana que no soporta a la gente y solo ama a los árboles. Cada día nada durante horas en el seno del lago esperando que por fin la naturaleza la trague.

Hay un francés enamorado que apareció siguiendo el rastro de una víbora. Y eso que aquí las serpientes son siempre mortales. El antídoto más cercano está a diez horas de viaje por un camino inundado, atravesado por puentes quebradizos y desprendimientos temerarios. Es sin duda un romántico.

Incluso hay un polaco, fundamentalista católico, que intenta convencer a los indígenas para que dejen de beber la sangre de los búfalos y beban la de Jesucristo en los entierros. Pero temo que en el caso de que algún dios existiera no se acercaría al diluvio que castiga esta selva; a este caos de ruido de motor, bosque robado y malaria.

En Ratanakiri también estoy yo, y a veces me desvelo toda la noche dudando si alguna vez tendré la oportunidad de marcharme.

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